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Depresión y suicidios entre los policías: el drama silencioso que la Bonaerense no puede contener

Seis agentes se quitaron la vida en los últimos 40 días. Una tragedia que obligó a la creación de un programa específico.

Los Duarte son una familia numerosa y unida del barrio Pico de Oro de Florencio Varela. Siempre que pueden, Alicia y Eustacio ponen algo en la mesa y juntan a sus cinco hijos: cuatro varones y una mujer. Pero esa costumbre entró en crisis hace un mes, cuando el mayor de ellos, Demián Cristian Duarte, de 32 años, hincha de Boca y oficial de la Policía Bonaerense, tomó la decisión de quitarse la vida.

Demián es uno de los seis hombres de esta fuerza que se suicidaron en los últimos 40 días.

A Demián la vocación se le había despertado en la adolescencia. Ni bien salió de la secundaria N°10 de Varela se anotó en la escuela Juan Vucetich, adonde van los chicos del Conurbano que sueñan con ser policías. El edificio blanco y antiguo, flanqueado por palmeras perfectas que perforan el cielo, luce imponente sobre esa inmensa esponja de eucaliptus, araucarias y robles que es el parque Pereyra Iraola de Berazategui. Ahí, los alumnos de la Bonaerense experimentan un régimen de internado. Cuando egresan entran de lleno en un ambiente bien distinto: la vida de comisaría.

El hijo de Alicia y Eustacio se puso el uniforme azul en 2010. Poco después se dio otro gusto y fue dos veces papá. Pero la vida se le complicó con tropiezos laborales y amorosos que no hablaba con casi nadie y no pudo destrabar. En la última etapa trabajaba en la comisaría tercera de Avellaneda, bajo el demandante régimen de 24 horas de servicio por 48 de descanso. Estaba separado de su segunda pareja, alquilaba con lo justo y hacía lo que podía. Alicia, su mamá, dice: “Su mundo era su nene, si tenía un tiempito lo compartía con él”.

Era muy reservado y nadie imaginó lo que vendría, pero el lunes 28 de agosto Demián le avisó por teléfono a uno de sus hermanos que iba a matarse. Aunque lograron llegar y rescatarlo con vida, su estado era crítico y murió días después en el hospital Mi Pueblo de Varela. Alicia, la mamá, sigue pensando que no es cierto y que en cualquier momento lo verá entrar con su nieto. “No teníamos la gran cosa, pero sí nos teníamos entre todos. Y siempre juntos”, alcanza a decir.

El día anterior, su hijo había protagonizado un conflicto grave con su concubina. Por eso la fuerza le sacó el arma y le ordenó empezar con tareas no operativas, las “TNO” en la jerga policial. Con esta estrategia, la Dirección de Sanidad de la Bonaerense busca contener la profunda crisis de salud mental que padece su tropa, un verdadero torbellino de depresiones, cuadros de estrés, violencia de género, adicciones y suicidios. Pero el protocolo de Sanidad no alcanzó: sin su arma, el oficial Duarte usó una soga. Su vida en la Policía duró 13 años.

Demián Duarte, oficial de la policía bonaerense.Demián Duarte, oficial de la policía bonaerense.

La Bonaerense es una fuerza creada hace unos 200 años que tiene casi 100.000 efectivos, mitad hombres y mitad mujeres. Hoy sus efectivos mueren cinco veces más por suicidios que por enfrentamientosEl año pasado, a esta fuerza se le murieron seis miembros durante actos de servicio, pero 36 por suicidios (11 mujeres y 26 varones). Hubo tres suicidios por mes en promedio. Fue la peor estadística de los últimos cinco años: en 2021 se habían suicidado 26 policías; en 2020, 18; en 2019, 32; en 2018, 30; y en 2017, 30; en 2016, 39; y en 2015, 26. En promedio, se suicidan 30 policías bonaerenses al año. En lo que va de 2023, los casos son 12.

La estadística guarda distintas historias, con víctimas de todos los distritos, casi siempre muy jóvenes. El año pasado, por ejemplo, se suicidó un teniente primero que integraba la custodia del gobernador Axel Kicillof en La Plata. También una oficial que había sido abusada por su jefe. Se disparó en el pecho otra oficial de Mar del Plata. Y en dos casos, los efectivos directamente se bajaron del patrullero en plena jornada de trabajo y se volaron la cabeza de un tiro en el baño de una estación de servicio del Conurbano.

En general, lo hacen cuando están de franco y usando el arma reglamentaria. Pero también se quitan la vida policías que ya no convivían con el arma, justamente porque atravesaban crisis de salud mental. Damián Jeremías Alegre, más conocido como Chiki, es un caso reciente. Este sargento llevaba un año sin arma, pero también sin acceso a una terapia. Cuando no aguantó más, usó una soga.

Chiki era de Almirante Brown. Padre de tres chicos, fumaba, y peinaba hacia atrás su pelo de tono levemente colorado. Casi siempre sonreía, aunque vivía una relación tóxica que se lo comía por dentro. Uno de los amigos que hizo en la Bonaerense lo define como “un vigi que se hacía querer por todos, superiores, iguales y subalternos”. Pasó 15 años en la fuerza y estuvo en varias comisarías de Lomas de Zamora. En la última lo tuvo de superior a Agustín, un policía 20 años mayor que presenció el comienzo de su declive emocional. “Él tenía problemas de pareja que no resolvía. Por eso primero se quedó sin auto, se volvió a vivir con la madre y se la pasaba haciendo adicionales para llegar a fin de mes, como todos los polis. Estaba angustiado por los hijos”. Agustín tiene 54 años y se formó en otra época, cuando la escucha del jefe al vigi era parte de la cultura institucional. “Él lloraba conmigo cuando salíamos a la calle y compartíamos el móvil. Nunca llegó tomado, pero sé que estaba mal, que tomaba y dormía mal. Yo lo aconsejaba, porque soy mucho más grande”, se apena.

Chiki terminó denunciado por violencia de género y le quitaron el arma, por prevención. Después le dieron licencia psiquiátrica y lo pasaron a “disponibilidad”, pero también lo dejaron sin red. Debía cumplir con un control mensual, pero no tenía una terapia. Agustín explica: “No hay casi psicólogos y psiquiatras que atiendan por IOMA, y para nosotros los polis se hace imposible pagar esa plata”. La cobertura de IOMA sólo existe en La Plata y de forma deficiente; en el resto de la provincia, ni eso.

Damián Jeremías AlegreDamián Jeremías Alegre

El sargento Chiki se fue quedando. En un último intento de agarrarse a la vida, se ofreció como barman para el casamiento de otro chico de la comisaría, pero no se dio. Y así llegó al final, el 30 de agosto pasado. Agustín no tuvo fuerzas ni para ir al velorio: “Prefiero quedarme con su recuerdo. Lamentablemente, es el tercer compañero que se me suicida, tomando en cuenta sólo los que trabajaron conmigo. Fuera de ésos, sé de un montón en 30 años de servicio”.

Los noviazgos o matrimonios turbulentos aparecen muchas veces en la antesala de estas muertes. Otro denominador común son las penurias económicas: los policías viven endeudados. Sus recibos de sueldo son un muestrario de los descuentos por préstamos personales que pidieron para cancelar el anterior. Todos dependen del Fondo de Ayuda Financiera de la Caja de Retiros, Jubilaciones y Pensiones, que recauda más de $ 650.000.000 al mes por préstamos, y esto considerando sólo al personal activo.

“¡No doy más!”

El otro telón de fondo es el agotamiento. Los policías cuentan que viven sometidos a los llamados “recargos” horarios y a los destinos laborales alejados, que les agregan muchas horas al servicio propiamente dicho y son forzosos. Una de las últimas muertes lo refleja dramáticamente. Damián Fernando Cenzano, de 28 años, se suicidó el 9 de septiembre y lo decidió arrinconado por la presión laboral, según denuncia su papá, un policía con 30 años de servicio muy querido en Arrecifes.

El capitán Fernando Darío Cenzano habla empujando la voz: “El dolor que tengo no se me va a ir hasta que me cierren los ojos, pero quiero hablar. Hay muchos pibes que no dan más y nadie habla. Yo voy a hablar, porque el que está en el cajón es el mío, pero esto no termina en mi hijo. Todos están así”.

Damián entró a la fuerza a los 21, siguiendo los pasos de su papá. En la última etapa ganaba $200.000 y alquilaba una habitación con cocina y baño por $49.000 en Arrecifes. Tenía destino laboral a 60 kilómetros, en el destacamento de Arroyo Dulce. Su padre cuenta que se la pasaba viajando y buscando cómo viajar, porque no tenía un transporte directo. Se esmeraba para llegar puntual y evitar sanciones, que son económicas. Estaba esperando un traslado a su pueblo para vivir mejor.

Sus pasiones eran correr y pasar tiempo al aire libre en Arrecifes. También leía, llevaba un diario íntimo y estaba de novio. En una selfie que subió a Instagram hace un año, el sol le pega en la cara y muestra una sonrisa enorme sobre el Puente de Fierro del río Arrecifes, un lugar típico para caminar o pescar. En otra foto, hace tres años, posa con los brazos abiertos en el bosque de El Bolsón. En la naturaleza y en la escritura buscaba la paz.

También la buscaba con un psicólogo, que pagaba de forma particular. Su papá cuenta: “Él no estaba bien, tenía como una angustia, un problema que quería resolver. No le encontraba sentido a la vida. Es como que se te mete un bichito en la cabeza y te taladra”. La amargura se calca en el rostro de este hombre canoso de cejas tupidas y anteojos, un policía a la antigua y un padre protector: “Tengo dos hijos, yo los hice, son mis hijos. Yo los aconsejaba, yo todo”, dice apretando los puños.

Damián no quería pedir licencia, son cosas que manchan la carrera. Hacía un curso virtual para ascender de oficial a sargento, y pocos días antes del final se había comprado un uniforme nuevo completo en Pergamino. “Yo le presté el auto. Gastó $120.000. Se lo probó y me mostró cómo le quedaba”, dice Cenzano, en el hogar austero que comparte con su esposa y otro hijo.

Damián Fernando Cenzano en los bosques de El Bolsón.Damián Fernando Cenzano en los bosques de El Bolsón.

El detonante de su muerte fue una mala noticia laboral, que Damián le contó por teléfono a su papá inmediatamente. Estaba enojado. Había salido su traslado, pero no a Arrecifes, sino a otra comisaría de Salto. Tendría que seguir viajando, pero había algo peor: con el cambio perdía su próximo franco y se le venían encima 48 horas seguidas de servicio sin descanso. Tenía que seguir activo jueves y viernes; podía volver a Arrecifes el sábado a la mañana, pero sólo por unas horas. A la noche debía estar de nuevo en Salto.

¡Papi, no doy más! –dijo en esa última llamada–. Yo no soy un súper policía, no puedo hacer tanto. Me estalla la cabeza. Necesito paz. Me cambian todo y me están boludeando con las vacaciones, me dicen un día que sí, otro que no”. Dami, como lo llama su padre, era un buen funcionario, cumplió con todo y el sábado llegó a Arrecifes. Pero esa noche, en vez de volver a trabajar, se quedó en su casa y lo hizo. Tenía el arma, pero usó una soga.

En el velorio, estrujado de dolor, Cenzano increpó con una sola frase al jefe de Damián: “¡Mi hijo te pedía a gritos las vacaciones!”. Su colega sólo pudo asentir en silencio. Después de la tragedia, la fuerza donde el capitán Cenzano sirve desde hace tres décadas le sacó el arma y le ofreció psicólogos. Pero también lo lastimó: “Para cubrirse, dijeron al diario local que fue por un problema personal. Y no, a mi hijo lo hicieron cubrir distintos puestos en pueblos de la zona, le postergaban las vacaciones y le quitaron un franco. Lo terminó de detonar la presión. Si le hubieran hecho caso bajaba un cambio y, tal vez no tan presionado, no pasaba”, plantea.

“Mi hijo amaba ser Policía, pero llegó a un límite. Los jefes se aprovechan, con tal de cubrir el servicio fuerzan a los pibes”, denuncia. También menciona el padecimiento de los chicos de los pueblos de la Provincia enviados sin opción a las bases de la Unidad Táctica de Operaciones Inmediatas (UTOI) en el Conurbano: “Están mal, tienen que gastar $7000 de Uber, porque no hay colectivos, y si no llegan a horario les dan sanciones que les tocan el bolsillo. Terminan el mes sin plata y con problemas psicológicos”.

Cenzano dice: “Hay chicos de 20 años que se matan. Traen un problema de cola, que intentan resolver con psicólogos, y esto los termina de detonar. Alguien le tiene que dar pelota a este tema porque es un desastre. Tiene que cambiar, que un jefe vea a un vigi decaído y le pregunte qué le pasa. Así debe ser. Esto es como ni una menos: ‘Ni un suicidio más’”.

Varias de las últimas víctimas trabajaban en la UTOI. Por ejemplo, Matías Benechea o Zahira Quimey Cuenca, de apenas 19 años. Esas muertes encienden la mayor alerta: están demasiado cerca del test psicotécnico que los admitió y los dejó unirse a un trabajo complejo en una unidad de las Fuerzas Especiales. Hoy se puede entrar a la Bonaerense a los 17 años. Y el área de Ingresos que los selecciona, curiosamente, no está en manos de policías.

Damián Cenzano junto a su padre, el capitán Fernando Darío Cenzano.Damián Cenzano junto a su padre, el capitán Fernando Darío Cenzano.

Cenzano dice: “Nosotros vamos a accidentes, a suicidios. Yo he juntado con mis manos pedazos de ser humano, y después no tenés a nadie para hablarlo. Tendríamos que tener psicólogos gratis. Todo lo que vemos y pasamos, a los chicos los afecta muchísimo. No son como los viejos, que somos un roble. Es otra generación. Son chicos inteligentes pero frágiles”.

Los policías también lloran

“La Bonaerense es como una olla a presión con fuego abajo a la que le ponen la tapa”, dice el psiquiatra Sergio Gustavo Evrard, que atiende a muchos policías de la Bonaerense y desde hace tiempo observa con preocupación sus padecimientos. “Pareciera que son descartables –plantea–. El mundo moderno nos trata así, pero a ellos en especial. Se sienten en servicio las 24 horas, exigidos a estar conectados al celular con sus jefes incluso los francos. Tienen que limpiar su lugar de trabajo, ¡hasta los baños!, comprarse el uniforme, cuando en cualquier fábrica te lo dan. Y no tienen tiempo libre”.

La mayoría trabaja 48 horas por 24, lejos de su casa, y está en pareja con otro policía. Nunca les coinciden los horarios para desarrollar la vida familiar. Además, la mayoría tiene una segunda ocupación: son choferes de Uber, dan clases de fitness o artes marciales, hacen changas de albañilería o de seguridad. “Deberían ganar bien y dedicarse cien por cien a su trabajo, pero hacen otra cosa para sumar un mango. Muchos además consumen drogas. No están frescos y tienen un arma en la mano”, advierte el psiquiatra.

“Son laburantes de clase media baja a baja, no se pueden dar gustos, viven estresados y no tienen válvulas de escape. Están cansados. Me dicen: ‘Doctor, quiero dormir o estar tirado en el sillón mirando Netflix’. Y a veces pienso: ‘Éste tipo va a explotar’”. Evrard cuenta que a su consultorio suelen ir sin uniforme, “quizá por vergüenza de ser vistos como alguien débil que tuvo que ir al psiquiatra”. Y que adentro lloran: “Son humanos, lo quiero resaltar. Son laburantes como cualquier otro. Hay buenos, malos y mediocres, pero eso sí, los que terminan en el psiquiatra, los que yo atiendo, no son los corruptos sino los pobres giles. Y me pregunto por qué”.

El psiquiatra Sergio Gustavo Evrard atiende a policías de la bonaerense. 
Foto: Clelia KanemannEl psiquiatra Sergio Gustavo Evrard atiende a policías de la bonaerense. Foto: Clelia Kanemann

El especialista analiza: “Los más jóvenes están desbordados por un combo de exigencia laboral y conflictos familiares. Los más viejos están desencantados con todo, desilusionados de una fuerza que no los banca en nada. Hay mucho desinterés de los jefes hacia sus subalternos y falta de compañerismo entre pares. Hay una cosa de competencia o de salvaje indiferencia. Es como si se hubiera perdido la humanidad”.

El mes pasado se creó el “Programa de Prevención del Suicidio”, que nombra con todas las letras a este tabú y reconoce el problema. Está dentro de la Subsecretaría de Salud y Bienestar Policial. Busca darle difusión. En 2020, durante la cuarentena, el Ministerio de Seguridad había armado un call center con psicólogos para atender a los policías, uno de los grupos de trabajadores esenciales más expuestos al coronavirus. Esa línea servía para canalizar angustias de forma amplia, pero no la dotaron de estructura suficiente, al punto de que los efectivos ni la conocían. Clarín se comunicó con el Subsecretario de Promoción de la Salud y el Bienestar Policial del Ministerio de Seguridad, Carlos Alberto Longo, que evitó responder qué objetivos se plantea este nuevo programa (de Prevención del Suicidio).

Un alto jefe policial del conurbano norte, compenetrado con este drama silencioso que se lleva en promedio tres hombres de la Bonaerense por mes, dice que hay una salida y es un “cambio cultural”. “Es necesario que al policía se lo reconozca como persona, que tenga derechos laborales y que haya mayor empatía vertical y horizontal. Que la vida del policía sea más organizada y previsible, hoy reinan el caos, la frustración laboral, económica y familiar”.

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